viernes, 31 de agosto de 2012

Una tarde invernal de otoño.

La lluvia de Noviembre pegaba fuerte contra las ventanas.

En esas tardes en las que poco después de comer ya hay luz casi de noche y que la melodía de la lluvia no cesa ni un segundo, el cuerpo pide el abrigo de una buena manta y la comodidad de un sofá.

Así lo hizo, recogió los platos, se comió una manzana y se refugió bajo su manta de lana. A veces el cuerpo te pide invierno. Te pide poca luz, lluvia y frío, te pide que te resguardes en la calidez de una buena película a oscuras o al calor de un fuego crepitante.

En ese estado de relajación casi hipnótica que da el encontrar un remanso de calor y paz en un día frío, de pronto se vio a sí mismo.

Se vio muchos años antes, cuando apenas llegaba a los estantes altos de la cocina. Se vio tirado en sl suelo, con su pijama de invierno y sus calcetines de lana, rodeado de coches, muñecos y juguetes.

Avanzó lentamente hasta aquel niño, se agachó y le observó jugar.

Aquel niño usaba las cintas de vídeo para crear fortalezas, los cojines como cuevas y montañas, y los dibujos de la alfombra como carreteras llenas de aventura. Aquel niño jugaba con la melodía de la lluvia de Noviembre de fondo.

Pasaba de una historia a otra sin previo aviso. Surcaba los océanos en la piel de un pirata, competía en las carreras de coches más alocadas, surcaba el espacio a bordo de la mejor nave espacial e iba a la guerra más pacífica sin moverse de una baldosa en el suelo.

La lluvía caía con la misma velocidad que siempre, sin embargo para aquel niño la tarde duraba el doble, el triple, de lo normal. Mientras le miraba pensaba en como sus tardes apenas daban para hacer un par de cosas o tres, y aquel niño era capaz de llenar horas interminables de diversión.

De vez en cuando el cuerpo le pide invierno. Porque le gusta la poca luz, la lluvia y el frío. Le gusta la calidez de una película y el sonido de la leña en la chimenea. Y, sobre todo, su subconsciente aún le recuerda que fue capaz de burlarse del tiempo y alargarlo y aprovecharlo hasta puntos inimaginables.

Porque dicen que cuando te diviertes el tiempo pasa más rápido, pero en realidad, el tiempo solo pasa más rápido cuando te haces mayor.

domingo, 19 de agosto de 2012

Auf wiedersehen, Berlin.

Amanece temprano. Muy temprano incluso para ser agosto, estas latitudes tan al norte es lo que tienen.

No suena nada, como siempre. La ciudad hace su vida, la capital se despierta y se pone en marcha con un silencio que casi burla la física del sonido. Calles, plazas, edificios y parques que vivieron todo el ruído que el peso de la oscura historia del siglo XX quiso imponerle.

Ya no se oyen las bombas, ya no se oye un pueblo derruído que intenta levantarse. No se oyen discursos llenos de terror, odio y megalomanía. No se oyen los aviones, ni los tanques. No se oye la enésima caída. Ni la conquista. No se oye la pérdida de la identidad, ni la fragmentación, ni tan siquiera se oyen los obreros levantando un muro que dividiría la historia. No se oyen los soldados desfilando ni a las grandes potencias jugando a ver quien es más poderoso.

No, tuvieron un siglo del más espantoso ruído, y ahora hacen su vida en un perfecto silencio.

Amanece temprano. Muy temprano. La casa ya suena a despedida. Todo recogido y empaquetado, llega la hora del último vistazo.

Ruedan las maletas por la calle, maletas que vinieron cargadas de ilusiones y se van repletas de recuerdos, con ese estruendo que provocan las maletas al rodar por los adoquines. Estruendo que rompe el silencio de la ciudad por un instante. Ciudad que dice adiós sin inmutarse, con un leve balanceo de los incontables árboles que engalanan la calle y un ligero aumento de temperatura. Siempre es mejor una cálida despedida.

Llega el tren. El último tren. Es el sucesor de tantos otros. El sucesor del último metro, del último taxi, del último autobús. Es el que sin salir de su rutina te saca de la tuya. El camino en el tren es largo, pero no lo suficiente, porque finalmente acaba.

Acaba como todos, en una cola. Fuera maletas. Es hora de mirar por la ventana por última vez. Siempre la misma pregunta resuena en la cabeza: "¿Adiós o hasta luego?".

Ya hay puerta de embarque. Su asiento está en la fila 10, gracias. Iniciamos rodaje. Entramos en pista para despegue. Eleva ligeramente el morro. El cielo se convierte en el suelo.

Auf wiedersehen, Berlin.



miércoles, 1 de agosto de 2012

Avenida San Juan esquina con Tacuarí.

Cinco años más tarde miro a la misma luna que miraba aquella noche. Sigue en el mismo sitio, con el mimo brillo y a la misma altura, pero no le miran los mismos ojos.

Aquella luna prometía mucho, tanto que hacía imposible conciliar el sueño. Tanto prometía y sin embargo, luego la promesa quedó empequeñecida por lo que en verdad fue. Ni siquiera aquella luna podía prometer tanto como fue, solo una parte.

La noche siguiente, la que mañana cumple cinco años, la volví a mirar. Esta vez boca abajo, no yo, sino el mundo. Desde la otra punta. Acompañada por otras estrellas pero allí seguía, la misma luna.

Aquella luna me vio dividirme en dos. Observó como uno se iba y el otro se quedaba, y como nos despedíamos con un simple "volveré a por ti".

Aún me espero en la otra punta del mundo, mirando a aquella luna, a que vuelva a por mí. Aún espero, aquí, mirando esta luna, a volver a recogerme.

Nunca lo podré explicar del todo. Y menos aún conseguiré que alguien lo entienda. Solo sé que hoy miro la luna y me veo a mí mismo hace cinco años mirando por otra ventana, marcando una especie de punto de partida simbólico de un camino que todavía no se ha terminado.

Ni se terminará jamás.